Los pueblos también se definen por lo que se proponen ser. Jorge Mañach.
Camajuaní, Villa Clara, 23 de julio del 2009 (FDC). En “España invertebrada”, José Ortega y Gasset alude lo conveniente de buscar soluciones a los problemas políticos distanciándose de ellos, al tratar de esclarecerlos desde otros ángulos que pueden irradiar regiones ocultas donde proyectar perspectivas reveladoras y sugiere la historia. En el caso que nos ocupa, la crisis cubana, el consejo de Ortega y Gasset de distanciarnos del objeto de análisis nos remite a la cultura por la dimensión de esta en los procesos socio- políticos.
Definir es delimitar, mas si se trata de un concepto tan genérico y resistente a definiciones como el de cultura, la tarea puede constituir una permanente redefinición que limitaría el marco conceptual necesario para sustantivar propuestas, por lo tanto me parece acertado utilizar la definición de cultura de Cliufford Geertz en el criterio de: “Un esquema de significado corporizados en símbolos, transmitido históricamente, un sistemas de conceptos heredados, expresado en forma simbólica, mediante el cual los seres humanos comunican, perpetúan y desarrollan sus conocimientos sobre la vida y sus actitudes frente a estas”.
Otra premisa metodológica a utilizar en los análisis será la definición de democracia de Samuel P. Huntington en su libro “La Tercera Ola” donde expresa: “Siguiendo la tradición schumpeteriana, este estudio define un sistema político del siglo XX como democrático, siempre que la mayoría de los que toman las decisiones colectivas del poder sean seleccionados a través de limpias, honestas y periódicas elecciones, en las que los candidatos compiten libremente por los votos y en las que virtualmente toda la población adulta tiene derecho a votar”.
Definida así la democracia abarca las dos dimensiones – competencia y participación- que Robert Dahl vio como decisiva en su definición de democracia realista o poliarquía. Esto tambien implica la existencia de libertades civiles y políticas, como expresarse, publicar, reunirse y organizar todo lo necesario para el debate político y la conducción de campañas electorales.
Si examinamos los 98 años de vida política que median, entre 1902 año en que la isla alcanza su independencia y este fin de siglo, la democracia política en la historia de Cuba constituye una singularidad discursiva que en escasas ocasiones se ha convertido en condición al aplicar la definición de democracia de Huntington, a lo que denominaría ciclos republicanos.
El primero que comienza con la presidencia de Tomás Estrada Palma y concluye con el derrocamiento de Gerardo Machado y la Revolución de 1933 y el segundo que se inicia con la constituyente de 1940 y finaliza con el derrocamiento del gobierno de Fulgencio Batista y el triunfo de la Revolución Fidelista. La vida política se debate entre lo que se denomina “una ficción democrática” donde prevaleció el caudillismo, el clientelismo, el fraude electoral, el peculado y dos periodos autoritarios, tambien en el ciclo de las dos repúblicas que medían entre 1902 y 1959.
Por la dinámica modernizadora activa movimientos cívicos y perfila un discurso democrático que si bien no predomina en la vida política nacional, si confirma su singularidad en la constitución de 1940 y un ideario crítico-democrático; la Tercera República que comienza con la radicalización de la Revolución Democrática de1959 hasta la fecha, configura un orden totalitario marxista-leninista. Estas evidencias históricas nos conducen a formular una serie de interrogantes ¿Se puede hablar de tradición democrática en Cuba?, ¿Existen elementos en nuestra cultura resistentes a la democracia? o ¿Es ajena nuestra cultura a la democracia?
Para poder responder estas y otras interrogantes que emanaran del ejercicio especulativo que los analistas se proponen, se debe evaluar los presupuestos constitutivos de la nación cubana y su cultura. Buscar en nuestros orígenes es el punto de partida inevitable, que permitirá trazar coordenadas imprescindibles para comprender la dimensión de la crisis nacional, como resultado de procesos y circunstancias conformadoras de nuestra cultura.
Un elemento sustancial a la hora de esbozar una caracterización de la cultura cubana, es la naturaleza de la conquista y colonización española realizada bajo el signo de la dominación y la barbarie, con el auspicio y la evangelización católica. Esos son los sedimentos simbólicos donde cristalizó nuestra nación y cultura están permeados por la “antimodernidad española”, en España triunfó la contrarreforma con este espíritu colonizó América.
Debido a ello, somos hijos de la ortodoxia, del neotomismo en filosofía, del culto a la autoridad, de la intransigencia, la intolerancia, el voluntarismo y la renuncia a la crítica como modo de concebir la realidad. En este sentido ilustra Octavio Paz, “En España se yuxtaponían, sin fundirse enteramente los razgos de la edad moderna que comenzaban y los de la antigua sociedad...La historia de España y las de sus antiguas colonias desde el siglo XIV, es la de nuestras ambiguas relaciones-atracción y repulsión con la edad moderna”.
Al indagar en nuestra cultura de manera crítica, se deba subrayar la influencia del estado español de la época que gravitó sobre su génesis, caracterizado según lo describe Fernando de los Ríos como: “Un estado donde no hay lugar para las minorías, para la heterodoxia, para las posiciones discrepantes porque es un estado –iglesia”. Una cultura nacida bajo la influencia del escolasticismo, heredó de este antivalores que se pueden enumerar como lo hace el filósofo Alejandro Korn, refiriéndose al estilo escolástico: “Siempre se supone dueño de normas universales, siempre subordina el individuo a la colectividad, siempre ahoga la expansión personal para encuadrarla dentro de la orientación común, siempre es intolerante”.
Manifestar que en nuestra cultura se puede localizar fuertes elementos definitorios de una tradición democrática, sería aventurarse en una inconsistencia analítica, pero negar que en nuestra formación histórica, la articula en su núcleo generativo una pluralidad de formulaciones que desde diferentes aristas diseñan el “proyecto decimonónico de nación” y este contiene como puntualiza Medardo Vitier: “Bien sea declarada, o bien implícita, la doctrina individualista, que la legislación positiva traduce en régimen de derechos humanos estatuidos”.
Con sus matices ese imaginario modernizador-democrático contextualizado en el régimen colonial se visualiza en Francisco de Arango y Parreño, José Agustín Caballero, Félix Varela, José Antonio Saco, en el ideario autonomista y en los documentos y discursos de los separatistas (Martí, Agramonte, Sanguily), estos elementos democráticos están en nuestra cultura y en los eventos fundacionales de la nación. Pero no alcanzan a jerarquizar una tradición dominante, porque su influjo en la vida nacional es discontinuo, y lo que se percibe en el mejor de los casos es su singularidad.
Un esquema de análisis capaz de describir corpus cultural, en el sentido de cultura política de la vida cubana, desde finales el siglo XVIII hasta nuestros días, nos conduciría a formular la contraposición entre dos polos, uno que nombraría hegemónico y otro precursor. Que constantemente se encuentran en tensión y conflicto permanente, los razgos de identidad que caracterizan al hegemónico, son la intolerancia, el desprecio al otro, la exclusión, el falocentrismo. Siempre como expresión de una sociedad machista, la incapacidad para dilucidar los problemas socio-políticos mediante negociaciones, la intransigencia.
Mientras el polo precursor confirma los signos de la tolerancia, la convivencia en la diferencia, la búsqueda de consenso en los pactos sociales, la pluralidad, los valores democráticos y el ejercicio de estos en la vida personal y social, este esquema conceptual trata de representar la cultura política como un subsistema de la cultura, que se debate en una dinámica de polos que se excluyen e incluyen de manera paradójica y llevan dentro de sí una polémica no resuelta.
Como historia de la cultura política cubana se puede presentar, sin caer en formulas reduccionistas a la disputa de sus dos polos (hegemónico y precursor) descrito con anterioridad, ellos conforman una entidad que ha producido un fenómeno que denominaría “Síndrome de la Anemia Cívica”, una expresión de Fernando Ortiz. Consistente en la incapacidad del cubano para articular arqueotipos culturales coherentes, dominados por la idea del protagonismo de los derechos de los ciudadanos como fundamentos.
Para ubicar los mecanismos que dominan la cultura política cubana se debe recurrir a los códigos y discursos de los análisis de la modernidad, y aplicar las tesis de Samuel P. Huntington concerniente a la “lógica exógena de la modernización”. En Cuba como en América Latina la modernidad no es un fenómeno propio, fue una condición traslada o impuesta; la racionalidad modernizante que domina el siglo XIX, no estuvo acompañada de una estructura democrática que alcanzara los núcleos humanos mas numerosos. Es de hecho y por su dimensión una “ilustración subsidiaria” y nuestro siglo XX se comporta como lo describe Rafael Rojas, cuales: “Sucesivos jalones de la modernización van conformando la nacionalidad”.
Una modernización incompleta o inconclusa como se percibe en esta expresión de Luis Aguilar León en su ensayo “Pasado y Presente del Proceso Cubano”: “La Cuba ascensorial de la civilización material, no ha encontrado contrapartida semejante en la Cuba espiritual”, el dilema que manifiestan el discurso de intelectuales críticos como Varona, Mañach, Márquez Sterling y Ortiz, por mencionar solo los que alcanzan la talla de pensadores. Es el espíritu de la frustración republicana, que se manifiesta en una cultura política dominada por su polo hegemónico y la incapacidad del cubano de articular su vida pública sustentada en valores democráticos.
Esta preocupación esta presente en la historia de las ideas políticas en Cuba, se inicia en la centuria pasada, con la sentencia en forma de interrogante que pronuncia Gaspar Betancourt Cisneros “El Lugareño”, en una carta que envía a José Antonio Saco considerada por Medardo Vitier, la pregunta de mayor alcance hecha en nuestro siglo XIX: “¿Crees tú que hijos esclavos de españoles pueden ser hombres libres?”. Con otros matices y en el contexto de la república Jorge Mañach escribió: “Nuestro proceso histórico, no debía ello ser sino una incitación para el ejercicio cada vez mas pleno del deber, en que todos los cubanos estamos de crearnos la nación que nos falta”
A la vez don Fernando Ortiz considera, por esa época con insistencia lo que define como la “falta de preparación histórica del cubano para el ejercicio de los derechos políticos”. Todas estas expresiones son las reacciones de la “intelligentsia nacional” ante las prácticas de nuestra cultura política, incapaz de vertebrar un proyecto sustentador de la nueva república. Cuando Enrique José Varona puntualiza: “Cuba republicana parece hermana gemela de Cuba colonial”y después afirmó: “El monstruo que pensábamos haber domeñado, resucita”. Refiriéndose a que las carencias cívicas de la colonia afloraban, junto a otras, que aparecían de las prácticas republicanas.
Esta observación desde mi punto de vista denota la crisis el proyecto democrático cubano, pero sus causas esenciales se deben localizar en los elementos conformadores de una cultura y la hegemonía de discursos culturales tipificados por la dominación y la exclusión. La tesis que propongo es que nuestra cultura política entendida como un sistema de conceptos y significados que se han acumulado a lo largo de la historia nacional. Amplifica y potencia en su praxis valores antidemocráticos, como la intolerancia, el desprecio al otro, la simulación, el desinterés por la vida pública, y una visión distorsionada y negativa de la política, aunque contiene en sus registros tambien algunos pocos valores del tipo democráticos.
Trata de buscar respuestas a las coordenadas de la crisis nacional intensificada y prolongada por el “castrismo” en el ámbito de tradiciones culturales exógenas, es un error conceptual evidente el “totalitarismo”. Para decirlo con aliento teleológico-visión hegeliana de nuestra historia con la cual pretende autopresentarse, por su puesto en otro sentido-es la corporización extrema del polo hegemónico de la cultura política nacional. Es el resultado y consecuencia de signos que han prevalecido en los sujetos culturales y su identidad en función de hegemonías políticas como práctica de “modernizaciones inconclusas”.
Rafael Rojas en su ensayo “Mañach o El Desmontaje Intelectual De Una República”, enfatiza que para ese autor la crisis cubana comenzaba en su cultura y reacciona desde ella a los problemas nacionales. Pone como ejemplo su discurso “La Nación y la Formación Histórica” de ingreso a la Academia de Historia de Cuba, donde dice: “La cultura juega, pues, en el proceso de integración de un pueblo un papel poco menos que decisivo y sin embargo, es un papel curiosamente contradictorio, sobre todo en lo que a distancias étnicas y sociales se refiere, cultura significa, por un lado diversificación de los modos de existencia posible, por el lado subjetivo supone actitudes para el discernimiento, para la selección para la crítica”.
En la cita se advierte la valoración que Mañach hace de la cultura como soporte fundamental en los procesos de formación de una nación y sustancia proteica de sus constituciones diversas y nos sugiere la necesidad de problematizar sus estados como medios para analizar, criticar y modelar las circunstancias nacionales. La obra de Mañach trasciende, no solo por ser el testimonio elocuente de la desintegración republicana, como señala de manera brillante Rojas. Es también a mi juicio una clave paradigmática y referente necesaria, para entender los problemas nacionales de hoy, por remitirlos a sus génesis, lo que denominó: “El régimen contradictorio de la cultura”, con sus dos dimensiones, “la normativa” y “la conservadora” y la de “polémica, de reto y exigencia”. A la vez que en su accionar suscita el papel del intelectual como el hacedor de espacios públicos de debate.
La revolución cubana y el poder de naturaleza totalitaria que se articula en su nombre es la expresión o el colorario de la crisis de la cultura política nacional, que en sus avatares, continuidades y discontinuidades ha confirmado sus signos atávicos y se disputa en la singularidad de procesos de “modernización que no modernizan” y las lógicas excluyentes de sus dinámicas. El poder totalitario se apropio de los mecanismos de codificación del discurso “nacionalista criollo blanco masculino”, para diseñar las coordenadas de la hegemonía también excluyente del “sujeto nacional blanco marxista masculino” y sus eventos de dominación. La racionalidad política que ha primado en la vida nacional ha estado fundamentada por la instrumentalización de élites nacionales, oligárquicas o nomenclaturas burocráticas, las cuales en el ejercicio de su poder ha legitimizado, metarrelatos culturales y acciones políticas con la finalidad de hacer de sus intereses y percepciones particulares una razón nacional.
El primer gran desafío que tenemos los cubanos para enfrentar la crisis nacional, entendida la conceptualización de crisis como lo sugiere Mañach en su disertación “La crisis de la Alta Cultura en Cuba”, como idea o dinámica de cambio: “Supone la existencia anterior y posterior de estado de cosas diferentes; denota un momento de indecisión frente a futuro”. Es la construcción desde la crítica de nuestra cultura de un imaginario democratizador.
La cultura política cubana se encuentra en una encrucijada, por las manipulaciones ideo-culturales del poder, incapaz de apelar a la tradición crítica-democrática, lo que ha hecho es vigorizar el discurso de su polo hegemónico. Al extremo de refundir los harapos dispersos de la ideología marxista-leninista, con un nacionalismo reciclado, que deja a la intemperie los propósitos de reproducción del autoritarismo.
Los cubanos somos víctimas de lo que Hele Béji llamó la “tiranía de las identidades” y para derribar esas barreras culturales, esos fantasmas que pueblan nuestra memoria como nación debemos exorcizar la conciencia nacional y esa operación se debe realizar desde la dinámica de reimaginar nuestras tradiciones democráticas republicanas. La cultura es la respuesta simbólica a los desafíos cambiantes de la vida y si los retos son múltiples y renovados, las respuestas deben ser creativas y variadas.
La nación y su cultura es una invención histórica mutable, que responde a las diferentes generaciones y a sus imaginarios que en el decursar la han concebido. Es un proceso abierto a continuas definiciones y redefiniciones, es imposible una “meta-narración” de la nación y su cultura, por estar sujeta a una multiplicidad de relatos de la diversidad de sujetos culturales. En cambio el discurso totalitario del poder imagina la nación como un”ente definitivo” y presenta todos los actos de la historia nacional como consecuencia y culminación de su articulación.
Para superar esa suerte de determinismo cultural que se manifiesta en nuestra cultura política, se debe revalorizar el imaginario democrático nacional a la luz de los problemas actuales, buscar en nuestras tradiciones entendidas como “repertorio de instituciones (reglas y expectativas) y prácticas culturales (esto es creencias y enunciados normativos encarnados en rituales, mitos o ideologías)”. Como las define Víctor Pérez Díaz, esta resurrección de las tradiciones se presenta como un problema binario de invención-emergencia. La invención por ser construcciones deliberadas y emergencia en las acciones de multitud de personas de manera no deliberada. Cuestión que nos conduce a la aparición de “sujetos culturales emergentes”,y nuevos códigos de conformación de la cultura política.
Promover, fortalecer y extender las prácticas alternativas de los sujetos culturales emergentes como periodistas independientes, mesas de reflexión, institutos alternativos, centro de estudios y la red de bibliotecas independientes. Debe convertirse en una estrategia cotidiana de los actores pro-democráticos en la proyección de rebasar las perspectivas minoritarias que generalmente y por su naturaleza tienen estas actividades y convertirse en un fenómeno con base social y no como práctica “educativa domesticadora”. Signo del carácter liberador y autónomo de la cultura, en su poder de sociabilidad y en la formación de valores democráticos, si se tiene presente que las urgencias nacionales son el resultado de los códigos y la estructura mental de las imágenes que han prevalecido en la cultura política nacional.
Camajuaní, Villa Clara, 23 de julio del 2009 (FDC). En “España invertebrada”, José Ortega y Gasset alude lo conveniente de buscar soluciones a los problemas políticos distanciándose de ellos, al tratar de esclarecerlos desde otros ángulos que pueden irradiar regiones ocultas donde proyectar perspectivas reveladoras y sugiere la historia. En el caso que nos ocupa, la crisis cubana, el consejo de Ortega y Gasset de distanciarnos del objeto de análisis nos remite a la cultura por la dimensión de esta en los procesos socio- políticos.
Definir es delimitar, mas si se trata de un concepto tan genérico y resistente a definiciones como el de cultura, la tarea puede constituir una permanente redefinición que limitaría el marco conceptual necesario para sustantivar propuestas, por lo tanto me parece acertado utilizar la definición de cultura de Cliufford Geertz en el criterio de: “Un esquema de significado corporizados en símbolos, transmitido históricamente, un sistemas de conceptos heredados, expresado en forma simbólica, mediante el cual los seres humanos comunican, perpetúan y desarrollan sus conocimientos sobre la vida y sus actitudes frente a estas”.
Otra premisa metodológica a utilizar en los análisis será la definición de democracia de Samuel P. Huntington en su libro “La Tercera Ola” donde expresa: “Siguiendo la tradición schumpeteriana, este estudio define un sistema político del siglo XX como democrático, siempre que la mayoría de los que toman las decisiones colectivas del poder sean seleccionados a través de limpias, honestas y periódicas elecciones, en las que los candidatos compiten libremente por los votos y en las que virtualmente toda la población adulta tiene derecho a votar”.
Definida así la democracia abarca las dos dimensiones – competencia y participación- que Robert Dahl vio como decisiva en su definición de democracia realista o poliarquía. Esto tambien implica la existencia de libertades civiles y políticas, como expresarse, publicar, reunirse y organizar todo lo necesario para el debate político y la conducción de campañas electorales.
Si examinamos los 98 años de vida política que median, entre 1902 año en que la isla alcanza su independencia y este fin de siglo, la democracia política en la historia de Cuba constituye una singularidad discursiva que en escasas ocasiones se ha convertido en condición al aplicar la definición de democracia de Huntington, a lo que denominaría ciclos republicanos.
El primero que comienza con la presidencia de Tomás Estrada Palma y concluye con el derrocamiento de Gerardo Machado y la Revolución de 1933 y el segundo que se inicia con la constituyente de 1940 y finaliza con el derrocamiento del gobierno de Fulgencio Batista y el triunfo de la Revolución Fidelista. La vida política se debate entre lo que se denomina “una ficción democrática” donde prevaleció el caudillismo, el clientelismo, el fraude electoral, el peculado y dos periodos autoritarios, tambien en el ciclo de las dos repúblicas que medían entre 1902 y 1959.
Por la dinámica modernizadora activa movimientos cívicos y perfila un discurso democrático que si bien no predomina en la vida política nacional, si confirma su singularidad en la constitución de 1940 y un ideario crítico-democrático; la Tercera República que comienza con la radicalización de la Revolución Democrática de1959 hasta la fecha, configura un orden totalitario marxista-leninista. Estas evidencias históricas nos conducen a formular una serie de interrogantes ¿Se puede hablar de tradición democrática en Cuba?, ¿Existen elementos en nuestra cultura resistentes a la democracia? o ¿Es ajena nuestra cultura a la democracia?
Para poder responder estas y otras interrogantes que emanaran del ejercicio especulativo que los analistas se proponen, se debe evaluar los presupuestos constitutivos de la nación cubana y su cultura. Buscar en nuestros orígenes es el punto de partida inevitable, que permitirá trazar coordenadas imprescindibles para comprender la dimensión de la crisis nacional, como resultado de procesos y circunstancias conformadoras de nuestra cultura.
Un elemento sustancial a la hora de esbozar una caracterización de la cultura cubana, es la naturaleza de la conquista y colonización española realizada bajo el signo de la dominación y la barbarie, con el auspicio y la evangelización católica. Esos son los sedimentos simbólicos donde cristalizó nuestra nación y cultura están permeados por la “antimodernidad española”, en España triunfó la contrarreforma con este espíritu colonizó América.
Debido a ello, somos hijos de la ortodoxia, del neotomismo en filosofía, del culto a la autoridad, de la intransigencia, la intolerancia, el voluntarismo y la renuncia a la crítica como modo de concebir la realidad. En este sentido ilustra Octavio Paz, “En España se yuxtaponían, sin fundirse enteramente los razgos de la edad moderna que comenzaban y los de la antigua sociedad...La historia de España y las de sus antiguas colonias desde el siglo XIV, es la de nuestras ambiguas relaciones-atracción y repulsión con la edad moderna”.
Al indagar en nuestra cultura de manera crítica, se deba subrayar la influencia del estado español de la época que gravitó sobre su génesis, caracterizado según lo describe Fernando de los Ríos como: “Un estado donde no hay lugar para las minorías, para la heterodoxia, para las posiciones discrepantes porque es un estado –iglesia”. Una cultura nacida bajo la influencia del escolasticismo, heredó de este antivalores que se pueden enumerar como lo hace el filósofo Alejandro Korn, refiriéndose al estilo escolástico: “Siempre se supone dueño de normas universales, siempre subordina el individuo a la colectividad, siempre ahoga la expansión personal para encuadrarla dentro de la orientación común, siempre es intolerante”.
Manifestar que en nuestra cultura se puede localizar fuertes elementos definitorios de una tradición democrática, sería aventurarse en una inconsistencia analítica, pero negar que en nuestra formación histórica, la articula en su núcleo generativo una pluralidad de formulaciones que desde diferentes aristas diseñan el “proyecto decimonónico de nación” y este contiene como puntualiza Medardo Vitier: “Bien sea declarada, o bien implícita, la doctrina individualista, que la legislación positiva traduce en régimen de derechos humanos estatuidos”.
Con sus matices ese imaginario modernizador-democrático contextualizado en el régimen colonial se visualiza en Francisco de Arango y Parreño, José Agustín Caballero, Félix Varela, José Antonio Saco, en el ideario autonomista y en los documentos y discursos de los separatistas (Martí, Agramonte, Sanguily), estos elementos democráticos están en nuestra cultura y en los eventos fundacionales de la nación. Pero no alcanzan a jerarquizar una tradición dominante, porque su influjo en la vida nacional es discontinuo, y lo que se percibe en el mejor de los casos es su singularidad.
Un esquema de análisis capaz de describir corpus cultural, en el sentido de cultura política de la vida cubana, desde finales el siglo XVIII hasta nuestros días, nos conduciría a formular la contraposición entre dos polos, uno que nombraría hegemónico y otro precursor. Que constantemente se encuentran en tensión y conflicto permanente, los razgos de identidad que caracterizan al hegemónico, son la intolerancia, el desprecio al otro, la exclusión, el falocentrismo. Siempre como expresión de una sociedad machista, la incapacidad para dilucidar los problemas socio-políticos mediante negociaciones, la intransigencia.
Mientras el polo precursor confirma los signos de la tolerancia, la convivencia en la diferencia, la búsqueda de consenso en los pactos sociales, la pluralidad, los valores democráticos y el ejercicio de estos en la vida personal y social, este esquema conceptual trata de representar la cultura política como un subsistema de la cultura, que se debate en una dinámica de polos que se excluyen e incluyen de manera paradójica y llevan dentro de sí una polémica no resuelta.
Como historia de la cultura política cubana se puede presentar, sin caer en formulas reduccionistas a la disputa de sus dos polos (hegemónico y precursor) descrito con anterioridad, ellos conforman una entidad que ha producido un fenómeno que denominaría “Síndrome de la Anemia Cívica”, una expresión de Fernando Ortiz. Consistente en la incapacidad del cubano para articular arqueotipos culturales coherentes, dominados por la idea del protagonismo de los derechos de los ciudadanos como fundamentos.
Para ubicar los mecanismos que dominan la cultura política cubana se debe recurrir a los códigos y discursos de los análisis de la modernidad, y aplicar las tesis de Samuel P. Huntington concerniente a la “lógica exógena de la modernización”. En Cuba como en América Latina la modernidad no es un fenómeno propio, fue una condición traslada o impuesta; la racionalidad modernizante que domina el siglo XIX, no estuvo acompañada de una estructura democrática que alcanzara los núcleos humanos mas numerosos. Es de hecho y por su dimensión una “ilustración subsidiaria” y nuestro siglo XX se comporta como lo describe Rafael Rojas, cuales: “Sucesivos jalones de la modernización van conformando la nacionalidad”.
Una modernización incompleta o inconclusa como se percibe en esta expresión de Luis Aguilar León en su ensayo “Pasado y Presente del Proceso Cubano”: “La Cuba ascensorial de la civilización material, no ha encontrado contrapartida semejante en la Cuba espiritual”, el dilema que manifiestan el discurso de intelectuales críticos como Varona, Mañach, Márquez Sterling y Ortiz, por mencionar solo los que alcanzan la talla de pensadores. Es el espíritu de la frustración republicana, que se manifiesta en una cultura política dominada por su polo hegemónico y la incapacidad del cubano de articular su vida pública sustentada en valores democráticos.
Esta preocupación esta presente en la historia de las ideas políticas en Cuba, se inicia en la centuria pasada, con la sentencia en forma de interrogante que pronuncia Gaspar Betancourt Cisneros “El Lugareño”, en una carta que envía a José Antonio Saco considerada por Medardo Vitier, la pregunta de mayor alcance hecha en nuestro siglo XIX: “¿Crees tú que hijos esclavos de españoles pueden ser hombres libres?”. Con otros matices y en el contexto de la república Jorge Mañach escribió: “Nuestro proceso histórico, no debía ello ser sino una incitación para el ejercicio cada vez mas pleno del deber, en que todos los cubanos estamos de crearnos la nación que nos falta”
A la vez don Fernando Ortiz considera, por esa época con insistencia lo que define como la “falta de preparación histórica del cubano para el ejercicio de los derechos políticos”. Todas estas expresiones son las reacciones de la “intelligentsia nacional” ante las prácticas de nuestra cultura política, incapaz de vertebrar un proyecto sustentador de la nueva república. Cuando Enrique José Varona puntualiza: “Cuba republicana parece hermana gemela de Cuba colonial”y después afirmó: “El monstruo que pensábamos haber domeñado, resucita”. Refiriéndose a que las carencias cívicas de la colonia afloraban, junto a otras, que aparecían de las prácticas republicanas.
Esta observación desde mi punto de vista denota la crisis el proyecto democrático cubano, pero sus causas esenciales se deben localizar en los elementos conformadores de una cultura y la hegemonía de discursos culturales tipificados por la dominación y la exclusión. La tesis que propongo es que nuestra cultura política entendida como un sistema de conceptos y significados que se han acumulado a lo largo de la historia nacional. Amplifica y potencia en su praxis valores antidemocráticos, como la intolerancia, el desprecio al otro, la simulación, el desinterés por la vida pública, y una visión distorsionada y negativa de la política, aunque contiene en sus registros tambien algunos pocos valores del tipo democráticos.
Trata de buscar respuestas a las coordenadas de la crisis nacional intensificada y prolongada por el “castrismo” en el ámbito de tradiciones culturales exógenas, es un error conceptual evidente el “totalitarismo”. Para decirlo con aliento teleológico-visión hegeliana de nuestra historia con la cual pretende autopresentarse, por su puesto en otro sentido-es la corporización extrema del polo hegemónico de la cultura política nacional. Es el resultado y consecuencia de signos que han prevalecido en los sujetos culturales y su identidad en función de hegemonías políticas como práctica de “modernizaciones inconclusas”.
Rafael Rojas en su ensayo “Mañach o El Desmontaje Intelectual De Una República”, enfatiza que para ese autor la crisis cubana comenzaba en su cultura y reacciona desde ella a los problemas nacionales. Pone como ejemplo su discurso “La Nación y la Formación Histórica” de ingreso a la Academia de Historia de Cuba, donde dice: “La cultura juega, pues, en el proceso de integración de un pueblo un papel poco menos que decisivo y sin embargo, es un papel curiosamente contradictorio, sobre todo en lo que a distancias étnicas y sociales se refiere, cultura significa, por un lado diversificación de los modos de existencia posible, por el lado subjetivo supone actitudes para el discernimiento, para la selección para la crítica”.
En la cita se advierte la valoración que Mañach hace de la cultura como soporte fundamental en los procesos de formación de una nación y sustancia proteica de sus constituciones diversas y nos sugiere la necesidad de problematizar sus estados como medios para analizar, criticar y modelar las circunstancias nacionales. La obra de Mañach trasciende, no solo por ser el testimonio elocuente de la desintegración republicana, como señala de manera brillante Rojas. Es también a mi juicio una clave paradigmática y referente necesaria, para entender los problemas nacionales de hoy, por remitirlos a sus génesis, lo que denominó: “El régimen contradictorio de la cultura”, con sus dos dimensiones, “la normativa” y “la conservadora” y la de “polémica, de reto y exigencia”. A la vez que en su accionar suscita el papel del intelectual como el hacedor de espacios públicos de debate.
La revolución cubana y el poder de naturaleza totalitaria que se articula en su nombre es la expresión o el colorario de la crisis de la cultura política nacional, que en sus avatares, continuidades y discontinuidades ha confirmado sus signos atávicos y se disputa en la singularidad de procesos de “modernización que no modernizan” y las lógicas excluyentes de sus dinámicas. El poder totalitario se apropio de los mecanismos de codificación del discurso “nacionalista criollo blanco masculino”, para diseñar las coordenadas de la hegemonía también excluyente del “sujeto nacional blanco marxista masculino” y sus eventos de dominación. La racionalidad política que ha primado en la vida nacional ha estado fundamentada por la instrumentalización de élites nacionales, oligárquicas o nomenclaturas burocráticas, las cuales en el ejercicio de su poder ha legitimizado, metarrelatos culturales y acciones políticas con la finalidad de hacer de sus intereses y percepciones particulares una razón nacional.
El primer gran desafío que tenemos los cubanos para enfrentar la crisis nacional, entendida la conceptualización de crisis como lo sugiere Mañach en su disertación “La crisis de la Alta Cultura en Cuba”, como idea o dinámica de cambio: “Supone la existencia anterior y posterior de estado de cosas diferentes; denota un momento de indecisión frente a futuro”. Es la construcción desde la crítica de nuestra cultura de un imaginario democratizador.
La cultura política cubana se encuentra en una encrucijada, por las manipulaciones ideo-culturales del poder, incapaz de apelar a la tradición crítica-democrática, lo que ha hecho es vigorizar el discurso de su polo hegemónico. Al extremo de refundir los harapos dispersos de la ideología marxista-leninista, con un nacionalismo reciclado, que deja a la intemperie los propósitos de reproducción del autoritarismo.
Los cubanos somos víctimas de lo que Hele Béji llamó la “tiranía de las identidades” y para derribar esas barreras culturales, esos fantasmas que pueblan nuestra memoria como nación debemos exorcizar la conciencia nacional y esa operación se debe realizar desde la dinámica de reimaginar nuestras tradiciones democráticas republicanas. La cultura es la respuesta simbólica a los desafíos cambiantes de la vida y si los retos son múltiples y renovados, las respuestas deben ser creativas y variadas.
La nación y su cultura es una invención histórica mutable, que responde a las diferentes generaciones y a sus imaginarios que en el decursar la han concebido. Es un proceso abierto a continuas definiciones y redefiniciones, es imposible una “meta-narración” de la nación y su cultura, por estar sujeta a una multiplicidad de relatos de la diversidad de sujetos culturales. En cambio el discurso totalitario del poder imagina la nación como un”ente definitivo” y presenta todos los actos de la historia nacional como consecuencia y culminación de su articulación.
Para superar esa suerte de determinismo cultural que se manifiesta en nuestra cultura política, se debe revalorizar el imaginario democrático nacional a la luz de los problemas actuales, buscar en nuestras tradiciones entendidas como “repertorio de instituciones (reglas y expectativas) y prácticas culturales (esto es creencias y enunciados normativos encarnados en rituales, mitos o ideologías)”. Como las define Víctor Pérez Díaz, esta resurrección de las tradiciones se presenta como un problema binario de invención-emergencia. La invención por ser construcciones deliberadas y emergencia en las acciones de multitud de personas de manera no deliberada. Cuestión que nos conduce a la aparición de “sujetos culturales emergentes”,y nuevos códigos de conformación de la cultura política.
Promover, fortalecer y extender las prácticas alternativas de los sujetos culturales emergentes como periodistas independientes, mesas de reflexión, institutos alternativos, centro de estudios y la red de bibliotecas independientes. Debe convertirse en una estrategia cotidiana de los actores pro-democráticos en la proyección de rebasar las perspectivas minoritarias que generalmente y por su naturaleza tienen estas actividades y convertirse en un fenómeno con base social y no como práctica “educativa domesticadora”. Signo del carácter liberador y autónomo de la cultura, en su poder de sociabilidad y en la formación de valores democráticos, si se tiene presente que las urgencias nacionales son el resultado de los códigos y la estructura mental de las imágenes que han prevalecido en la cultura política nacional.
Los politólogos recurren a los enfoques culturales para fundamentar, lo que denominan explicaciones estructurales en los procesos de transición a la democracia. Algunos análisis siguen de manera esquemática y unidireccional las tesis de Max Weber, por lo que manifiestan la incapacidad de cultura-no anglosajona para servir de soporte a la edificación de la democracia política y a la economía de mercado, al fomentar un “determinismo cultural” negativo. Cual modo notorio de desconocer lo que Samuel P. Huntington y Francis Fukuyama han denominado los “limites de los obstáculos culturales”. Las culturas son dinámicas y están sujeta a cambiar significativamente por multiplicidad de factores.
Otro elemento que refuerza estas tesis es la interrelación cultural que propician las tendencias actuales de la globalización, “la cultura ciudadana”-como señala Carlos Juan Moneta- “es hoy un lugar de múltiples intersecciones de tradiciones nacionales y transnacionales. Por ello las culturas nacionales, sin extinguirse, se transforman a partir de interacciones, con referentes culturales transnacionales provistos por los flujos de ese carácter”. Las identidades culturales nacionales son focos permanentes de conflictividad que las conducen a procesos de redefinición y movilidad, sometido a tensiones, el entramado que forman, la cultura y las instituciones. Estas podrían desencadenar en el caso cubano, en un proceso de invención de una nueva tradición democrática que propicie una tendencia reformadora de las instituciones, a la vez que las instituciones como vehículos de la cultura en esa dinámica, refuercen la viabilidad de los valores y creencias democráticas.
Es la cultura política cubana la que se encuentra en esos vórtices paradójicos de la historia, como refiere Rafael Rojas: “En plena postmodernidad, cuando el vínculo nacional se fragmenta en pequeñas comunidades electivas, los cubanos se vean obligados a reconciliarse con el paradigma moderno y apresurar el restablecimiento de la imagen clásica, liberal y republicana, de su nación”. En la obsesión de Jorge Mañach “La nación que nos falta”, estos conceptos recobran nuevas dimensiones y es un problema sin resolver de los proyectos inconclusos de modernización. Es el drama de reconstruir una imagen nacional-republicana y democrática en la era de las tendencias post-nacionales.
En los inicios del siglo XX, don Fernando Ortiz alertaba, en su artículo “La Decadencia Cubana”, una frase para estos tiempos: “La cultura cubana está en grave riesgo de irse debilitando hasta poner en peligro la capacidad para el gobierno propio. En estos tiempos en que las energías expansivas de la civilización aumentan su acción progresiva, merced a la rapidez de las comunicaciones, a la internacionalización de la economía, a la difusión creciente de la prensa y de las ideas y al mayor dominio de las fuerzas de la naturaleza por la ciencia, cuando la humanidad se está desgarrando para engendro de nuevas civilizaciones”.
Nos encontramos en los albores del siglo XXI y las observaciones del señor Ortiz, no por gusto llamado “El Tercer Descubridor de Cuba” describen de manera asombrosa nuestras circunstancias actuales, es por eso que debemos tomar conciencia de estos desafíos como la tarea impostergable de nuestra cultura patria y sus actores.
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