Parroquia, Santa Clara, Villa Clara, 10 de diciembre del 2009 (FDC). Desde su llegada a la isla, el 10 de febrero de 1896, e impotente para vencer a los insurrectos, el general Valeriano Weyler y Nicolau, Marqués de Tenerife, trató de lograrlo aislándolos de la población campesina, en la cual hallaban los mambises fuerte apoyo. En un bando publicado, el 16 de febrero, del mismo año, dispuso la Reconcentración.
Así los habitantes de los campos de la jurisdicción de Sancti Spíritus, Santiago de Cuba y Puerto Príncipe debían concentrarse en lugares, donde hubiera cabecera de división, brigada o tropa del ejército. Prohibía la salida al campo, en toda el área en que operaban las columnas y ordenaba el desalojo de los establecimientos situados en el campo.
Ante las victorias de Antonio Maceo en su segunda campaña de Pinar del Río, Weyler dictó otro edicto, de fecha 21 de octubre de 1896, en el disponía la reconcentración de los campesinos en los pueblos ocupados por sus tropas. Serían considerados como rebeldes y juzgados los individuos que en ocho días, a partir de la fecha citada, se encontraran en despoblado.
La situación se agudizó, en 1897, con epidemias y escenas bochornosas en los poblados que hicieron aun más aborrecible el nombre del odiado general. Todo ello provocado por la política de terror implantada por el mismo, quien impotente para vencer la Revolución Independentista, destruyó siembras, bohíos y dejó desiertos de pobladores los campos.
En esta situación desenvolvió su trabajo pastoral el último cura párroco, que tuvo la Iglesia Mayor de Santa Clara, durante la colonia española, conocido como el padre Chao. Nació Alberto Chao y Olaortura en la ciudad de Vitoria, provincia y capital de Álava, España, el día 6 de agosto de 1839. Su hoja académica en el seminario Ecco de Aguirre fue brillante.
Acabó sus estudios en el seminario de Calahorra con magníficas calificaciones y se ordenó a los 23 años. Y el 29 de septiembre de 1863, se le nombró Cura Ecónomo de la Parroquia de Beereger. Obtuvo, el 12 de octubre del mismo año, una Coadjutería en la de La Puebla de la Barca, hasta el 29 de septiembre de 1865, en que se trasladó a la Diócesis de La Habana.
Triste y sombrío fue el cuadro que tuvo el sacerdote al desembarcar en el puerto de La Habana, el 18 de agosto de 1866. Fray Jacinto María Martínez y Sáenz, Obispo de La Habana, le dispensó una fraternal acogida, nombrándolo congregado de la iglesia convento de San Felipe, en la propia ciudad, el día 13 de septiembre de ese año, cargo que desempeño hasta, el 25 de julio de 1867.
Pasó luego a prestar sus servicios como Capellán Interino del Primer Batallón del Regimiento de Infantería de Nápoles, con guarnición en Cárdenas. Recorrió distintas parroquias de Cuba, entre los años 1868 al 1892, en el cual estuvo a cargo de la ermita de San Agustín de Alquizar. Su estado de salud allí era cada vez peor, por lo que le aconsejaron sus médicos abandonar el lugar.
Se trasladó a la ciudad de Santa Clara, el 15 de octubre de 1893 y el 20 de dicho mes, fue nombrado Vicario Eclesiástico Foráneo de Santa Clara, de cuya vicaría se hizo cargo, el 22 y presentó el juramento de ritual en esa fecha, ante el prebístero Don Francisco Javier de Piñera cura de la iglesia de la Divina Pastora.
Allí sentenció: “La voluntad de Dios, la bondad de nuestro respetabilísimo Prelado y la benignidad de los dignísimos Sres. Sinodales, hanme traído a ocupar este lugar”. Vivió una época de tiranía, el cubano tenía que ocultar sus pensamientos para no provocar la ira del mandarín. La palabra era perseguida, cuando en ella se quería ver una incitación a la rebelión.
Poseía él un carácter bondadoso pero también enérgico e inflexible cuando tenía que juzgar o castigar y angelical cuando hacía el bien. No retrocedió nunca ante el peligro, por cumplir con su deber. El destino le reservó la triste oportunidad de ser testigo de otra guerra en el país. El 24 de febrero de 1895, se pronunciaron otra vez los cubanos, contra el poder colonial español.
Fue solicito en el cumplimiento de su deber apostólico, visitaba a los enfermos y se interesaba por mejorar sus alimentos. Iba al hospital militar en el extremo de la calle Cuba, así como a los míseros barracones de madera del Chamberí. Hizo colectas públicas para recabar auxilio para sus enfermos.
Visitaba los bohíos alejados de la ciudad, donde se desarrollaban escenas horripilantes de miseria y muerte. Una tarde al repartir sus auxilios y aproximarse a un rancho para dejar su ración, observó el revoloteo de las auras, entró y presenció un cuadro tétrico al encontrar a una anciana con su hija y nieta ya cadáveres y pastos de las aves de rapiña.
Demandó entonces auxilio para conducir aquellos cadáveres al cementerio y quedó él para espantar a las carroñeras. La reconcentración y la miseria, trajeron también el problema de salvar tantas mujeres jóvenes, que conservaban aun su belleza, de ser victimas de desalmados que se aprovechaban de la situación para corromperlas y a ello entregó también sus energías.
Así los habitantes de los campos de la jurisdicción de Sancti Spíritus, Santiago de Cuba y Puerto Príncipe debían concentrarse en lugares, donde hubiera cabecera de división, brigada o tropa del ejército. Prohibía la salida al campo, en toda el área en que operaban las columnas y ordenaba el desalojo de los establecimientos situados en el campo.
Ante las victorias de Antonio Maceo en su segunda campaña de Pinar del Río, Weyler dictó otro edicto, de fecha 21 de octubre de 1896, en el disponía la reconcentración de los campesinos en los pueblos ocupados por sus tropas. Serían considerados como rebeldes y juzgados los individuos que en ocho días, a partir de la fecha citada, se encontraran en despoblado.
La situación se agudizó, en 1897, con epidemias y escenas bochornosas en los poblados que hicieron aun más aborrecible el nombre del odiado general. Todo ello provocado por la política de terror implantada por el mismo, quien impotente para vencer la Revolución Independentista, destruyó siembras, bohíos y dejó desiertos de pobladores los campos.
En esta situación desenvolvió su trabajo pastoral el último cura párroco, que tuvo la Iglesia Mayor de Santa Clara, durante la colonia española, conocido como el padre Chao. Nació Alberto Chao y Olaortura en la ciudad de Vitoria, provincia y capital de Álava, España, el día 6 de agosto de 1839. Su hoja académica en el seminario Ecco de Aguirre fue brillante.
Acabó sus estudios en el seminario de Calahorra con magníficas calificaciones y se ordenó a los 23 años. Y el 29 de septiembre de 1863, se le nombró Cura Ecónomo de la Parroquia de Beereger. Obtuvo, el 12 de octubre del mismo año, una Coadjutería en la de La Puebla de la Barca, hasta el 29 de septiembre de 1865, en que se trasladó a la Diócesis de La Habana.
Triste y sombrío fue el cuadro que tuvo el sacerdote al desembarcar en el puerto de La Habana, el 18 de agosto de 1866. Fray Jacinto María Martínez y Sáenz, Obispo de La Habana, le dispensó una fraternal acogida, nombrándolo congregado de la iglesia convento de San Felipe, en la propia ciudad, el día 13 de septiembre de ese año, cargo que desempeño hasta, el 25 de julio de 1867.
Pasó luego a prestar sus servicios como Capellán Interino del Primer Batallón del Regimiento de Infantería de Nápoles, con guarnición en Cárdenas. Recorrió distintas parroquias de Cuba, entre los años 1868 al 1892, en el cual estuvo a cargo de la ermita de San Agustín de Alquizar. Su estado de salud allí era cada vez peor, por lo que le aconsejaron sus médicos abandonar el lugar.
Se trasladó a la ciudad de Santa Clara, el 15 de octubre de 1893 y el 20 de dicho mes, fue nombrado Vicario Eclesiástico Foráneo de Santa Clara, de cuya vicaría se hizo cargo, el 22 y presentó el juramento de ritual en esa fecha, ante el prebístero Don Francisco Javier de Piñera cura de la iglesia de la Divina Pastora.
Allí sentenció: “La voluntad de Dios, la bondad de nuestro respetabilísimo Prelado y la benignidad de los dignísimos Sres. Sinodales, hanme traído a ocupar este lugar”. Vivió una época de tiranía, el cubano tenía que ocultar sus pensamientos para no provocar la ira del mandarín. La palabra era perseguida, cuando en ella se quería ver una incitación a la rebelión.
Poseía él un carácter bondadoso pero también enérgico e inflexible cuando tenía que juzgar o castigar y angelical cuando hacía el bien. No retrocedió nunca ante el peligro, por cumplir con su deber. El destino le reservó la triste oportunidad de ser testigo de otra guerra en el país. El 24 de febrero de 1895, se pronunciaron otra vez los cubanos, contra el poder colonial español.
Fue solicito en el cumplimiento de su deber apostólico, visitaba a los enfermos y se interesaba por mejorar sus alimentos. Iba al hospital militar en el extremo de la calle Cuba, así como a los míseros barracones de madera del Chamberí. Hizo colectas públicas para recabar auxilio para sus enfermos.
Visitaba los bohíos alejados de la ciudad, donde se desarrollaban escenas horripilantes de miseria y muerte. Una tarde al repartir sus auxilios y aproximarse a un rancho para dejar su ración, observó el revoloteo de las auras, entró y presenció un cuadro tétrico al encontrar a una anciana con su hija y nieta ya cadáveres y pastos de las aves de rapiña.
Demandó entonces auxilio para conducir aquellos cadáveres al cementerio y quedó él para espantar a las carroñeras. La reconcentración y la miseria, trajeron también el problema de salvar tantas mujeres jóvenes, que conservaban aun su belleza, de ser victimas de desalmados que se aprovechaban de la situación para corromperlas y a ello entregó también sus energías.
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